Biografía escrita por Eve Curie, hija menor de Pierre y Marie Curie
En el otoño de 1891 se
matriculó en el curso de ciencias de la
Universidad parisiense de La Sorbona una joven
polaca llamada Marie Sklodowska. Los estudiantes,
al tropezarse con ella en los corredores de la
Facultad, se preguntaban: ¿Quién es esa
muchacha de aspecto tímido y expresión
obstinada, que viste tan pobre y austeramente?
Nadie lo sabía a ciencia cierta: "Es una
extranjera de nombre impronunciable. Se sienta
siempre en la primera fila en clase de
física". Las miradas de sus condiscípulos
la seguían hasta que su grácil figura
desaparecía por el extremo del corredor.
"Bonito pelo". Su llamativa cabellera,
de color rubio cenizo, fue durante mucho tiempo
el único rasgo distintivo en la personalidad de
aquella tímida extranjera para sus compañeros de La Sorbona.
Pero los
jóvenes no ocupaban la atención de Marie
Sklodowska; su pasión era el estudio de las
ciencias. Consideraba perdido cualquier minuto
que no dedicara a los libros.
Marie Sklodowska (izq.) con su hermana Bronia
Demasiado
tímida para hacer amistades entre sus
compañeros franceses, se refugió dentro del
circulo de sus compatriotas, que formaban una
especie de isla polaca en medio del Barrio Latino
de París. Incluso allí, su vida se deslizaba
con sencillez monástica, consagrada enteramente
al estudio. Sus ingresos, algunos ahorros de su
trabajo como institutriz en Polonia y cantidades
pequeñas que le enviaba su padre, oscuro aunque
competente profesor de matemáticas en su país
natal, ascendían a cuarenta rublos al mes.
Disponía, pues, al cambio, de tres francos
diarios para pagar todos sus gastos, incluídos
los de sus estudios universitarios.
Para
ahorrar carbón no encendía el calentador, y
pasaba horas y horas escribiendo números y
ecuaciones sin apenas enterarse de que tenía los
dedos entumecidos y de que sus hombros temblaban de frío.
Llegó a
pasar semanas enteras sin tomar otro alimento que
té con pan y mantequilla. Cuando quería
festejar algo compraba un par de huevos, una
tableta de chocolate o algo de fruta.
Este
escaso régimen alimentario volvió anémica a la
muchacha que unos meses antes había salido de
Varsovia rebosante de salud. Frecuentemente, al
incorporarse, sentía desvanecimientos y tenía
que recostarse en la cama, donde a veces perdía
el conocimiento. Al volver en sí, pensaba que
estaba enferma, pero procuraba olvidarse de ello,
igual que hacía con todo lo que pudiera
entorpecer su trabajo. Jamás pensó que su
única enfermedad era la inanición.
Ni el
amor ni el matrimonio figuraban en los proyectos
de Marie. Dominada por la pasión científica,
mantenía, a los veintiséis años de edad, una
decidida independencia personal. Entonces
conoció a Pierre Curie, científico francés.
Pierre tenía treinta y cinco años, era soltero
y, al igual que Marie, estaba dedicado en cuerpo
y alma a la investigación científica. Era alto,
tenía manos largas y sensitivas y una barba
pobladísima; la expresión de su cara era tan
inteligente como distinguida.
Greer Garson interpretó a Marie Curie en la película Madame Curie (1943)
Marie-Christine Barrault interpretó a Marie Curie en la
mini-serie televisiva Marie Curie, una mujer honorable (1991)
Desde su
primer encuentro en un laboratorio, en el año
1894, ambos simpatizaron. Para Pierre Curie, la
señorita Sklodowska era una personalidad
desconcertante; le asombraba poder hablar con una
joven tan encantadora en el lenguaje de la
ciencia y de las fórmulas más complicadas...
¡Era delicioso! Pierre Curie trató de hacer
amistad con ella y le pidió permiso para
visitarla. Con cordialidad no exenta de reserva,
la joven lo recibió en la habitación modesta
que le servía de alojamiento. En medio de aquel
desván casi vacío, con su rostro de facciones
firmes y decididas, y su pobre vestido, Marie
nunca había estado tan hermosa. Lo que fascinaba
a Pierre no era solo su devoción por el trabajo,
sino su valor y nobleza de espíritu.
A los
pocos meses, Pierre Curie le propuso matrimonio.
Pero casarse con un francés, abandonar para
siempre a su familia y su amada Polonia, parecía
imposible para la señorita Sklodowska. Hubieron
de pasar diez meses antes de que Marie aceptara la propuesta.
Pierre y
Marie pasaron los primeros días de su vida de
casados paseando por el campo en bicicletas
compradas con dinero que habían recibido como
regalo de bodas. Comían frugalmente y se
contentaban con un régimen de pan, fruta y
queso; paraban al ocaso en posadas desconocidas,
y por el reducido precio de varios millares de
golpes de pedal y unos pocos francos para pagar
el alojamiento en los pueblos, disfrutaron de una larga luna de miel.
La joven
pareja estableció su hogar en un diminuto
apartamento situado en el número 24 de la calle
de la Glacière. Estanterías de libros decoraban
las desnudas paredes; en el centro de la
habitación tenían dos sillas y una gran mesa
blanca, de madera. Sobre la mesa, tratados de
física, una lámpara de petróleo y un ramo de flores. Eso era todo.
Pierre y Marie Curie en sus primeros años de matrimonio
Poco a
poco Marie aprendió a llevar la casa. Inventaba
platos que podía preparar en muy poco tiempo.
Antes de salir dejaba la llama graduada con la
precisión propia de un físico; echaba una
última mirada al puchero puesto a la lumbre y
salía corriendo para alcanzar en la escalera a
su marido, en compañía del cual se dirigía al
laboratorio. Un cuarto de hora después podían
verla graduando la llama de un soplete con la
misma precisión y cuidado que le eran característicos.
Durante
el segundo año de su matrimonio nació la
primera hija, Irène, que con el correr de los
años ganaría el premio Nobel. Jamás pensó
Marie Curie que se vería en la necesidad de
elegir entre el hogar y su carrera científica.
Cuidaba de su casa, atendía a su hijita y
preparaba la comida, sin descuidar por ello el
trabajo en el laboratorio, trabajo que debía
llevarla al descubrimiento más importante de la ciencia moderna.
Hacia
finales de 1897 Marie había obtenido dos
títulos universitarios y una beca, y había
publicado una importante monografía acerca de la
imantación del acero templado. Su próxima meta
era el doctorado. Al buscar un proyecto de
investigación que le sirviera de tema para la
tesis, se interesó vivamente por una reciente
publicación del sabio francés Antoine Henri
Becquerel, quien había descubierto que las sales
de uranio emitían espontáneamente, sin
exposición a la luz, ciertos rayos de naturaleza
desconocida. Un compuesto de uranio colocado
sobre una placa fotográfica cubierta de papel
negro, dejaba una impresión en la placa a
través del papel. Era la primera observación
del fenómeno al que Marie bautizaría después
con el nombre de radiactividad; pero la
naturaleza de la radiación y su origen seguían siendo un misterio.
El
descubrimiento de Becquerel fascinaba a los
esposos Curie. Se preguntaban de dónde provenía
la energía que los compuestos de uranio radian
constantemente. Se enfrentaban con un absorbente
tema de investigación, un salto al reino de lo desconocido.
Merced a
la intervención del director de la Escuela de
Física donde enseñaba Pierre, Marie logró
permiso para utilizar un pequeño laboratorio que
había en el sótano de la misma. La
investigación científica en aquel cuartucho no
era nada fácil, y el ambiente, fatal para los
sensibles instrumentos de precisión, no lo fue
menos para la salud de la investigadora.
Mientras
se hallaba enfrascada en el estudio de los rayos
de uranio, Marie descubrió que los compuestos
formados por otro elemento, el torio, también
emitían espontáneamente rayos como los del uranio.
Por otra
parte, en ambos casos la radiactividad era mucho
más fuerte de lo que podía atribuirse
lógicamente a la cantidad de uranio y torio
contenida en los productos examinados.
Pierre y Marie Curie en el laboratorio
¿De
dónde provenía esta radiación anormal? Solo
había una explicación posible: los minerales
estudiados debían contener, aunque en pequeña
cantidad, una sustancia radiactiva muchísimo
más poderosa que el uranio y el torio. ¿Pero
cuál era esa sustancia? En sus experimentos,
Marie había examinado todos los elementos
químicos conocidos. Por tanto, los minerales
examinados debían contener una sustancia
radiactiva que por fuerza tenía que ser un
elemento químico hasta entonces desconocido.
Pierre
Curie, que había seguido con apasionado interés
el rápido progreso de los experimentos de su
esposa, resolvió abandonar sus propios trabajos
para dedicarse a ayudarla. Ambos buscaron
entonces en el diminuto y húmedo laboratorio el elemento desconocido.
Marie y
Pierre comenzaron separando y midiendo
pacientemente la radiactividad de todos los
elementos que contiene la pecblenda (mineral de
uranio), pero a medida que fueron limitando el
campo de su investigación, sus hallazgos
indicaron la existencia de dos elementos nuevos
en vez de uno. El mes de julio de 1898 los
esposos Curie pudieron anunciar el descubrimiento
de una de estas sustancias.
Marie le
dio el nombre de polonio en recuerdo de su amada Polonia.
En
diciembre del mismo año revelaron la existencia
de un segundo elemento químico nuevo en la
pecblenda, al que bautizaron con el nombre de
radio, elemento de enorme radiactividad. Pero
nadie había visto el radio; nadie podía decir
cuál era su peso atómico. Tendrían que pasar
aun cuatro años antes de que los esposos Curie
pudieran probar la existencia del polonio y el
radio, ya que, aun cuando conocían bien el
método que les permitiría aislar los dos
elementos, les era preciso disponer de grandes
cantidades de material en bruto de donde extraerlos.
De las
minas de St. Joachimsthal, situadas en Bohemia,
se extraía pecblenda, mineral de donde proceden
ciertas sales de uranio empleadas en la
fabricación de lentes. La pecblenda es un
mineral costoso, pero, según los cálculos del
matrimonio Curie, aun aislando el uranio, el
polonio y el radio quedarían intactos. ¿Por
qué, entonces, no tratar químicamente los
residuos que tenían escaso valor comercial?
El
Gobierno austríaco facilitó una tonelada de
tales residuos, y con ellos empezaron a trabajar
en una barraca abandonada, cercana al cuartucho
en donde Marie había realizado sus primeros
experimentos. La barraca no tenía suelo, unas
desvencijadas mesas de cocina, un pizarrón y una
cocinilla de hierro viejo constituían todo el mobiliario.
A pesar
de todo -escribiría Marie, tiempo después-, en
aquella miserable barraca pasamos los mejores y
más felices años de nuestra vida, consagrados
al trabajo. A veces me pasaba todo el día
batiendo una masa en ebullición con un agitador
de hierro casi tan grande como yo misma. Al
llegar la noche estaba rendida de fatiga.
En estas
condiciones trabajó el matrimonio Curie desde
1898 a 1902. Vestida con su vieja bata, en la que
el polvo y las salpicaduras de los ácidos
marcaban claras huellas, con el cabello suelto al
viento y en medio de vapores que le atormentaban
por igual ojos y garganta, trabajaba Marie.
Caricatura de Pierre y Marie Curie descubriendo el radio
Finalmente,
en 1902, a los cuarenta y cinco meses de haber
anunciado los esposos Curie la probable
existencia del radio, Marie obtuvo la victoria:
había logrado, al fin, preparar un decigramo de
radio puro, y había determinado el peso atómico
del nuevo elemento. Los químicos tuvieron que
rendirse ante la evidencia de los hechos. A
partir de aquel momento el radio existía oficialmente.
Desgraciadamente,
los esposos Curie tenían que luchar con otros
problemas. El sueldo de Pierre en la Escuela de
Física no era muy holgado, y con la llegada de
Irène hubo de emplear una niñera, lo que
aumentó considerablemente sus gastos. Había que
buscar más recursos. En 1898 quedó libre en La
Sorbona la cátedra de química, y Pierre
decidió presentarse como candidato. Su
candidatura fue, sin embargo, rechazada. Sólo
seis años después, en 1904, cuando ya el mundo
entero proclamaba la fama del hombre de ciencia,
logró Pierre Curie formar parte del claustro de
profesores del renombrado centro. Entretanto,
Marie logró obtener empleo como profesora de un
colegio de señoritas cercano a Versalles.
Los
esposos Curie desarrollaron su labor docente con
buena voluntad y cariño, sin amargura.
Apremiados por sus dos ocupaciones, la enseñanza
y la investigación científica, a menudo se
olvidaban de comer y aun de dormir. En varias
ocasiones Pierre tuvo que guardar cama con
fuertes dolores en las piernas. Los nervios
sostenían a Marie en pie, pero sus amigos
estaban seriamente alarmados por la palidez y
delgadez de su rostro. Mientras la investigación
de la radiactividad progresaba, la pareja de
sabios que le había dado vida se iba agotando poco a poco.
Purificado
en forma de cloruro, el radio aparecía como un
polvo blanco similar a la sal de mesa; pero sus
cualidades eran extraordinarias. La intensidad de
sus radiaciones sobrepasaron todo lo esperado,
pues era dos millones de veces mayor que la del
uranio. Los rayos que despedía atravesaban las
sustancias más duras y más opacas, y solo una
gruesa plancha de plomo era capaz de resistir su
penetración destructora.
El
último y más maravilloso milagro era que el
radio podía convertirse en un aliado del hombre
en su lucha contra el cáncer. Tenía pues, una
utilidad práctica, y su extracción había
dejado de tener un simple interés experimental.
Iba a nacer la industria del radio.
En varios
países se habían hecho ya planes para la
explotación de minerales radiactivos,
principalmente en Bélgica y en los Estados
Unidos. Sin embargo, los ingenieros sólo
podrían producir el "fabuloso metal"
si dominaban el secreto de las delicadas
operaciones a que había de someterse la materia
prima. Cierta mañana de domingo, Pierre explicó
a su esposa lo que ocurría. Acababa de leer una
carta que le habían dirigido en demanda de
información varios ingenieros de los Estados
Unidos, que querían utilizar el radio en Norteamérica.
- Tenemos
dos caminos -le dijo Pierre-, o bien describir
los resultados de nuestra investigación, sin
reserva alguna, incluyendo el proceso de la purificación...
Marie
hizo mecánicamente un gesto de aprobación y murmuró:
- Sí, desde luego.
- O bien
podríamos considerarnos propietarios e
"inventores" del radio, patentar la
técnica del tratamiento de la pecblenda y
asegurarnos los derechos de la fabricación del radio en todo el mundo.
Marie reflexionó unos segundos:
- Es
imposible -dijo luego-. Sería contrario al espíritu científico.
Pierre
sonrió con satisfacción. Marie continuó:
- Los
físicos siempre publican el resultado completo
de sus investigaciones. Si nuestro descubrimiento
tiene posibilidades comerciales, será una
circunstancia de la cual no debemos sacar
partido. Además, el radio se va a emplear para
combatir una enfermedad. Sería imposible aprovecharnos de eso...
- Esta
misma noche escribiré a los ingenieros
norteamericanos para darles toda la información que nos piden.
Un cuarto
de hora después, Pierre y Marie rodaban sobre
sus bicicletas hacia el bosque. Acababan de
escoger para siempre entre la fortuna y la
pobreza. Al caer la tarde regresaban exhaustos,
con los brazos cargados de hojas y flores silvestres.
En junio
de 1903, el Real Instituto de Inglaterra invitó
oficialmente a Pierre a dar en Londres una serie
de conferencias sobre el radio. A continuación
recibieron un alud de invitaciones a comidas y
banquetes, pues todo Londres quería conocer a
los padres del nuevo elemento.
En
noviembre de 1903, el Real Instituto de
Inglaterra confirió a Pierre y a Marie una de
sus más distinguidas condecoraciones: la Medalla de Davy.
Pierre y Marie Curie, Premio Nobel de Física en 1903
El
siguiente reconocimiento público a su labor vino
de Suecia. El 10 de diciembre de 1903, la
Academia de Ciencias de Estocolmo anunció que el
Premio Nobel de Física correspondiente a aquel
año se dividiría entre Antoine Henri Becquerel
y los esposos Curie, por sus descubrimientos
relacionados con la radiactividad.
Este
premio era una suma equivalente a 15.000
dólares, y su aceptación no era en modo alguno
"contraria al espíritu científico".
Pierre pudo dejar la pesada carga de sus muchas
horas de clase y salvar así su salud. Cuando
recibieron el dinero hubo regalos para el hermano
de Pierre, para las hermanas de Marie, donaciones
a varias sociedades científicas, a estudiantes
polacos y a una amiga de la infancia de Marie.
Marie se
dio también el gusto de instalar un baño
moderno en su casa y de renovar el papel de una
habitación; pero no se le ocurrió comprarse un
sombrero nuevo, y continuó con sus clases,
aunque insistió en que Pierre dejara su trabajo
en la Escuela de Física.
Cuando la
fama les abrió los brazos, los telegramas de
felicitación se apilaban sobre su gran mesa de
trabajo; los periódicos publicaban miles de
artículos acerca de ellos, llegaban centenares
de peticiones de autógrafos y fotografías,
cartas de inventores e incluso poemas sobre el
radio. Un norteamericano llegó hasta solicitar
permiso para bautizar a una yegua de carreras con
el nombre de Marie. Pero para los esposos Curie
su misión no había terminado; su único deseo era continuar trabajando.
En la
primavera de 1904, Marie escribió:
"...¡Siempre hay ruido a nuestro alrededor!
La gente nos distrae de nuestro trabajo. He
decidido no recibir más visitas; pero de todos
modos se me importuna. Los honores y la fama han
estropeado nuestra vida. La existencia pacífica
y laboriosa que llevábamos ha sido completamente desorganizada".
Marie Curie con sus hijas Irene (izq.) y Eve en 1905
Al final
de su segundo embarazo, Marie estaba
completamente agotada. El 6 de diciembre de 1904
nació otra hija, Ève, la autora de esta biografía.
Pronto
volvió Marie a la rutina de la escuela y el
laboratorio. El matrimonio no asistía jamás a
fiestas sociales, pero no podía eludir los
banquetes oficiales en honor de sabios
extranjeros. Para tales ocasiones, Pierre vestía
su frac brillante y Marie se ataviaba con su finito traje de noche.
El 3 de
julio de 1905 ingresó Pierre Curie en la
Academia de Ciencias. Mientras tanto, La Sorbona
había creado para él una cátedra de Física
(el puesto que tanto había deseado), pero
todavía no disponía de un laboratorio adecuado.
Pasaron
otros ocho años de paciente labor antes de que
Marie lograra instalar la radiactividad en un
hogar digno de tan importante descubrimiento,
hogar que Pierre no habría de conocer.
Hacia las
dos y media de la tarde del jueves 19 de abril de
1906, un día opaco y lluvioso, Pierre se
despidió de los profesores de la Facultad de
Ciencias, con quienes había almorzado, y salió
bajo la lluvia. Al atravesar la calle Dauphine,
pasó distraído detrás de un coche de caballos
y se interpuso en el camino de un pesado carro
que, tirado por un caballo, avanzaba con rapidez.
Sorprendido, trató de asirse al arnés del
bruto, que se encabritó; los pies del sabio
resbalaron sobre el pavimento húmedo; en vano
trató el conductor de detener el vehículo
tirando fuertemente de las riendas: el enorme
carro, con todo el peso de sus seis toneladas,
siguió rodando varios metros más; la rueda
izquierda trasera pasó por encima de Pierre. La
policía recogió un cuerpo aún cálido del cual
acababa de escaparse la vida.
A las
seis de la tarde de aquel mismo día, Marie,
alegre y llena de vida, estaba en el portal de su
casa cuando empezaron a llegar visitantes, en los
que vagamente percibió signos de compasión.
Mientras los amigos le relataban lo que acababa
de suceder, Marie permaneció como petrificada.
Al fin de un largo y obstinado silencio movió
los labios para inquirir:
-¿Ha
muerto Pierre? ¿Muerto? ¿No hay ninguna esperanza de vida?
Desde
aquel momento, cuando las tres terribles palabras
"Pierre ha muerto" llegaban al fondo de
su conciencia, Marie se convirtió en un ser incurablemente solo.
Después
del funeral de Pierre Curie, el Gobierno francés
propuso que se concediera a la viuda y los hijos
del ilustre físico una pensión nacional. Marie la rechazó:
- No
quiero una pensión -dijo-. Soy joven todavía y
capaz de ganarme la vida para mí y para mis hijas.
El 13 de
mayo de 1906 el Consejo de la Facultad de
Ciencias, por decisión unánime, otorgó a la
viuda Curie la cátedra que había desempeñado
su esposo en La Sorbona. Era la primera vez que
se concedía tan alta posición en la enseñanza
universitaria de Francia a una mujer.
Llegó el
día de la primera lección que había de dar
Marie Curie en La Sorbona; el aula estaba
completamente llena, así como también los
pasillos y corredores de acceso a la clase. En
todos los rostros se revelaba la curiosidad.
¿Cuáles serían las primeras palabras de la
nueva profesora? ¿Empezaría expresando su
agradecimiento al ministro y al Consejo
Universitario? ¿Evocaría la memoria de su
marido? No podía ser de otra manera. La
costumbre exigía que todo nuevo profesor
elogiara la tarea de su predecesor...
A la una
y media de la tarde se abrió la puerta situada
al fondo del aula para dar paso a Marie Curie.
Marie se dirigió a ocupar su sillón en medio de
una tempestad de aplausos, a los que
correspondió con una ligera inclinación de
cabeza a manera de saludo. En pie, esperó a que
cesara la ovación. Cuando se hizo el silencio,
Marie, mirando al frente, inició así su lección:
-Cuando
consideramos los progresos logrados en los
dominios de la Física durante los diez últimos
años, nos sorprende el gran avance de nuestras
ideas en lo concerniente a la electricidad y a la materia...
Madame
Curie había reanudado el curso con la misma
frase con que había terminado el suyo Pierre Curie.
Terminada
la lección, la profesora, sin una vacilación,
sin un titubeo, se retiró tan rápidamente como había entrado.
Conferencia de científicos en Bruselas en 1911. Entre otros están Marie Curie (sentada
la segunda por la derecha) y Albert Einstein (de pie el segundo por la derecha)
La fama
de Marie Curie subió como un cohete y se
extendió. Recibía diplomas y honores de
distintas academias extranjeras. Aunque no fue
admitida como miembro de la Academia Francesa de
Ciencias -perdió la votación por un voto-,
Suecia le concedió el Premio Nobel de Química
el año 1911. Durante más de cincuenta años no
hubo nadie, hombre o mujer, que mereciera esta recompensa por segunda vez.
La
Sorbona y el Instituto Pasteur fundaron
conjuntamente el Instituto Curie de Radio,
dividido en dos secciones: un laboratorio de
radiactividad, dirigido por Madame Curie, y otro
dedicado a las investigaciones biológicas y al
estudio del tratamiento del cáncer, dirigido por
un médico eminente. Contra el parecer de su
familia, Marie regaló al Instituto un gramo de
radio que ella y su marido habían aislado con
sus propias manos, cuyo valor puede estimarse en
un millón de francos oro. Hasta el final de su
vida hizo de este laboratorio el centro de su existencia.
En 1921
las mujeres norteamericanas reunieron cien mil
dólares, el valor de un gramo de radio, para
donárselos a Madame Curie; a cambio le pidieron
que hiciera una visita a los Estados Unidos.
Marie vaciló, pero impresionada por tanta
generosidad, dominó sus temores y aceptó por
primera vez en su vida, a la edad de cincuenta y
cuatro años, las obligaciones de una importante visita oficial.
Todas las
universidades norteamericanas invitaron a Madame
Curie; en todas partes le otorgaron medallas, títulos y grados honoríficos.
Se
sentía abrumada por el ruido y las aclamaciones;
las miradas de las multitudes la intimidaban y
sentía cierto temor de verse aplastada por una
de aquellas oleadas humanas. Los continuos
desplazamientos la debilitaron y por
recomendación médica hubo de regresar a Francia.
Marie Curie con el Presidente de Estados Unidos Warren Harding (Washington, 1921)
Creo que
el viaje a los Estados Unidos le mostró a mi
madre lo contraproducente de su aislamiento
voluntario. Si como investigadora podía alejarse
del mundo y dedicarse por entero a su trabajo, lo
cierto es que Madame Curie, a los cincuenta y
cinco años de edad, era más que una simple
investigadora científica. Era tanto su prestigio
personal, que con su sola presencia podría
asegurar el éxito de cualquier obra en que ella estuviera interesada.
A partir
de entonces, sus viajes fueron muy similares.
Congresos científicos, conferencias, ceremonias
universitarias y visitas a laboratorios la
llevaron a muchas capitales del globo, donde la
festejaban y aclamaban por igual. Trató de ser
útil en todo lo posible, luchando en muchas
ocasiones contra el impedimento de su salud ya desfalleciente.
En
Varsovia se construyó un instituto del radio al
que se dio el nombre de Instituto Marie
Sklodowska Curie, y las mujeres norteamericanas
repitieron el milagro de reunir el dinero
necesario para comprar un nuevo gramo de radio
con que equiparlo. Era el segundo gramo del
precioso elemento que regalaban a la descubridora.
Marie Curie con su hija Irene en 1931
Marie
siempre había desdeñado las precauciones que
ella misma imponía estrictamente a sus
discípulos. Apenas se sometía a los exámenes
de sangre que eran norma obligatoria en el Instituto del Radio.
Estos
análisis mostraron que su fórmula sanguínea no
era normal, pero eso no le preocupó gran cosa.
Durante treinta y cinco años había estado
manejando el radio y respirando el aire viciado
de sus emanaciones, y durante los cuatro años de
la guerra se había expuesto frecuentemente a las
radiaciones, todavía más peligrosas, de los
aparatos de Rayos Roentgen.
Un
pequeño trastorno de la sangre, y algunas
quemaduras dolorosas en las manos, no eran, al
fin y al cabo, un castigo demasiado severo si se
tenía en cuenta el número de riesgos que había corrido.
Marie no
le dio importancia a una ligera fiebre que
comenzó a molestarla; pero en mayo de 1934,
víctima de un ataque de gripe, se vio obligada a
guardar cama. Ya no volvió a levantarse. Cuando
al fin falló su vigoroso corazón, la ciencia
pronunció su fallo: los síntomas anormales, los
extraños resultados de los análisis de sangre,
que no tenían precedente, acusaban al verdadero asesino: el radio.
Tumba de Pierre y Marie Curie en París
El
viernes 6 de julio de 1934, a mediodía, sin
discursos ni desfiles, sin que estuviera presente
ni un político, ni un solo funcionario público,
Madame Curie fue enterrada en el cementerio de
Sceaux, en una tumba inmediata a la de Pierre
Curie. Sólo los parientes, los amigos y los
colaboradores de su obra científica, que le
profesaban entrañable afecto, asistieron al sepelio.